"Entre los cráteres que se encontraban lejos del cerro, al oeste, había unos cuantos cadáveres de marines. Justo después del borde derecho de la última trinchera, el cerro caía abruptamente hasta el terreno llano y lleno de barro. Junto al pie del cerro, casi directamente debajo de mí, había un cráter parcialmente inundado de unos noventa centímetros de diámetro y probablemente de otros noventa de profundidad. En este cráter se encontraba el cuerpo de un marine cuyo espeluznante semblante ha permanecido inquietantemente claro en mi memoria. Si cierro los ojos, está tan vívido como si lo hubiera visto ayer.
La lastimosa figura estaba sentada de espaldas al enemigo y descansaba contra el borde meridional del cráter. Tenía la cabeza ladeada y el casco estaba apoyado contra el lado del cráter, de manera que la cara, o lo que quedaba de ella, miraba directamente hacia mí. Tenía las rodillas flexionadas y separadas. Cruzado sobre los muslos, aún aferrado entre sus manos esqueléticas, tenía un rifle oxidado. Llevaba las polainas de lona cuidadosamente sujetas por las pantorrillas y encima de las botas. El agua turbia le cubría los tobillos, pero las punteras de las botas se veían por encima. Las pantalones, el casco, el forro y el equipo parecían nuevos. No estaban salpicados de barro ni desteñidos.
Estaba seguro de que era un nuevo reemplazo. Todo en aquel hombretón se parecía mucho a un marine tomándose un descanso durante unas maniobras antes de recibir la orden de ponerse en marcha otra vez. Al parecer lo habían matado al principio de los ataques contra Half Moon, antes de que comenzaran las lluvias. Bajo el borde del casco pude ver la visera de una gorra de faena de algodón verde. Debajo de la gorra estaban los restos esqueléticos más espantosos que había visto nunca...y ya había visto demasiados.
Cada vez que miraba por encima del borde de aquella trinchera hacia el cráter, aquella cara medio desaparecida me lanzaba una mirada maliciosa acompañada de una sonrisa sarcástica. Era como si se mofara de nuestros lastimosos esfuerzos para aferrarnos a la vida. O tal vez se burlaba de la locura de la propia guerra: 'Soy la cosecha de la estupidez del hombre. Soy el fruto de la hecatombe. Rogué como tú por sobrevivir, pero mírame ahora. Para los que estamos muertos ya ha terminado, pero tú debes luchar, y llevarás estos recuerdos toda tu vida. Los de casa se preguntarán por qué no puedes olvidar' ".
Eugene B. Sledge - "Diario de un Marine", págs. 383-385
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